jueves, 27 de septiembre de 2012

Decálogo para odiarte


Nos despertamos, miramos al otro lado de la cama y no hay nadie. Estamos completamente tapados. Eso es extraño: la otra persona tenía la espantosa costumbre de volverse un capullo con la sábana y el acolchado.  Esperamos unos minutos a que salga del baño donde suponemos está cepillándose los dientes. Como está tardando demasiado vamos a ver si está todo bien y no encontramos a nadie. Suponemos que se tuvo que ir a trabajar temprano porque hubo algún problema en la oficina y no quiso despertarnos, pero su juego de llaves está colgado de la puerta y recién ahí lo recordamos: ya no hay nadie.

El problema real no es que no haya nadie, el problema es esa sensación de abandono que nos inunda y trata de convencernos de que nunca más va a volver a haber alguien.  Asesinaron todo aquello que nosotros conocíamos por rutina, nos arrebataron la cotidianeidad. De un día para el otro tenemos que aceptar que nunca más vamos a volver a putear por la hora que tarda en arreglarse ni a sentir el olor a manzana que dejaba impregnado en nuestra almohada por ese shampoo berreta que usaba. Somos víctimas de la inseguridad emocional. Y alguien tiene que pagar.

Para los discapacitados emocionales, el duelo por la muerte de aquel “nosotros” que alguna vez conformamos con otra persona se basa en dos etapas: la ira y un tocazo de ira. Es inútil intentar sacar de nuestras bocas la frase “espero que seas muy feliz”. Solamente esperamos que se mude a un país muy lejano donde no haya internet así podemos evitar enterarnos de que le está yendo bien sin nosotros. ¿Para qué mentirnos?

Un gran aliado que encontramos mientras esperamos el clavo que saque al otro clavo es el odio. Hacemos una lista mental donde incluimos todo lo que nos molestaba y tratamos de pensar solamente en eso. Bloqueamos tan fuerte lo positivo que comenzamos a sentirnos unos imbéciles por haber llegado a estar tan enganchados con una persona así.

El odio es un atajo. Y a nosotros nos gustan los atajos. Nos gusta poder evitar cualquier proceso de aprendizaje personal y autodescubrimiento. Somos tan hipócritas que llegamos a pedirle al otro que cambie mientras al mismo tiempo les pedimos que se amolden y nos quieran como somos. Con la excusa de haber sufrido queremos justificar esos comportamientos con los que hacemos sufrir a los demás.  Nosotros también estamos detrás del gatillo en cada caso de inseguridad emocional.

Al tratar de hacer foco únicamente en los aspectos negativos de la otra persona comenzamos a descubrir todo lo malo que veníamos ignorando dentro de nosotros. Casi sin querer nos replanteamos qué tan funcionales fuimos a esos defectos que tanto nos molestaban. ¿Acaso los potenciamos sin darnos cuenta? ¿Y si fue nuestra inseguridad la que hizo detonar la suya? Bueno, todavía no estamos capacitados para contestarnos esos interrogantes. Mientras tanto, como dice la canción de Mariana Bianchini: odio no poder odiarte.

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